lunes, 31 de enero de 2011

Arte Barroco

 

El arte barroco en sus más amplias manifestaciones artísticas es un fenómeno complejo de índole social, político y religioso.

El barroco es la continuación al manierismo italiano que prevalece durante la primera mitad del siglo XVI. Si el manierismo comienza a usar los cánones clásicos con artificiosidad, el barroco que le sucede abandona la serenidad clásica para expresar un mundo en movimiento y agitación de los sentidos. Por tanto, la tendencia del barroco es a la exageración y la ostentación.

 

Fuente del Palacio de Aranjuez. Arte Barroco

Origen del Arte Barroco

Causas Político religiosas

Barroco valenciano: torre de Santa CatalinaSe suele decir que el Arte Barroco es el arte de la Contrarreforma. Para reaccionar contra la severidad e iconoclastia del Protestantismo, la Iglesia Católica alentó la edificación de templos con profusión de escultura.

También dirigió a los artistas a alejarse de los temas paganos que tanta aceptación tuvieron durante el Renacimiento, así como evitar los desnudos y las escenas escandalosas.

Tanto en las artes visuales como en la música, la influencia de la Iglesia sobre los artistas iba dirigida a emocionar y enardecer la devoción mediante estímulos psicológicos.

Estas normas aparentemente conservadoras y austeras derivaron, sin embargo, en este arte suntuoso y recargado que llamamos Barroco.

 

Causas sociales y psicológicas

 

El siglo XVII fue una época de guerra y violencia como en pocas fases de la historia europea. La vida se veía frecuentemente atormentada en dolor y muerte. Por eso también era más necesaria que nunca la exaltación de la vida agitada e intensa para el hombre barroco.

En ese contexto, se experimentaba el empuje de amar las pasiones de la vida así como el movimiento y el color, como si de una magna representación teatral se tratase. De hecho, se ha indicado con acierto que en las artes plásticas, el barroco intenta reproducir la agitación y vistosidad de la representación teatral.

Al igual que una representación dramática se apoya en un decorado vistoso y efímero, la arquitectura barroca se subordina a la decoración, que ha de ser espectacular.

Otra de las características del barroco que se manifiesta en la arquitectura, escultura y la pintura es el juego de las sombras. En la estética del barroco, son muy importantes los contrastes claroscuristas violentos. Esto es apreciable fácilmente en la pintura (por ejemplo el tenebrismo) pero también en la arquitectura, donde el arquitecto barroco juega con los volúmenes de manera abrupta con numerosos salientes para provocar acusados juegos de luces y sombras, como se puede apreciar, por ejemplo, en la Basílica del Pilar de Zaragoza

Claroscuros del Barroco. El Pilar

 

Feudalismo

 
Existen en general dos definiciones de feudalismo:
 
- Definición institucionalista (por F.L. Ganshof): Designa un conjunto de instituciones que respaldan compromisos generalmente militares, entre un hombre libre, el vasallo (vasallus, vassus) y un hombre libre en situación superior. El primero recibe del segundo un feudo (feodum, feudum) para su mantenimiento.
[P]uede definirse el feudalismo como un conjunto de instituciones que crean y rigen obligaciones de obediencia y servicio –principalmente militar– por parte de un hombre libre, llamado "vasallo", hacia un hombre libre llamado "señor", y obligaciones de protección y sostenimiento por parte del "señor" respecto del "vasallo", dándose el caso de que la obligación de sostenimiento tuviera la mayoría de las veces como efecto la concesión, por parte del señor al vasallo, de un bien llamado "feudo".[1]
- Definición marxista: Un modo de producción con unas peculiares formas de relación socioeconómica, situado entre el esclavismo de la Antigüedad y el capitalismo moderno. Concretamente, se lo entiende como un conjunto de relaciones de producción y dependencia entre el campesino y el señor, propietario de la tierra que aquél usufructúa, en un momento de predominio de la agricultura como fuente de riqueza.

[U]n sistema bajo el cual el status económico y la autoridad estaban asociados con la tenencia de la tierra y en el que el productor directo (que a su vez era poseedor de algún terreno) tenía la obligación, basada en la ley o el derecho consetudinario, de dedicar cierta parte de su trabajo o de su producción en beneficio de su superior feudal.[2]
- El Feudalismo se puede entender también como la ruptura de todas las estructuras de poder Antiguo, en un sistema de fragmentación de la tierra donde el Señor es juez, administrador y militar de la misma. Todos los señores responden al monarca. Los campesinos ofrecen sus servicios y labran la tierra a cambio de la protección del señor feudal, y entre los señores se forman las relaciones feudovasalláticas antes mencionadas.

La postura habitual entre los medievalistas distingue dos procesos:
- Un complejo de compromisos militares, que, junto con la disgregación del poder político, conlleva una privatización de funciones públicas en beneficio de una minoría de libres privilegiados.
Uso del término "feudalismo"
El fracaso del proyecto político centralizador de Carlomagno llevó, en ausencia de ese contrapeso, a la formación de un sistema político, económico y social que los historiadores ha convenido en llamar feudalismo, aunque en realidad el nombre nació como un peyorativo para designar del Antiguo Régimen por parte de sus críticos ilustrados. La Revolución francesa suprimió solemnemente "todos los derechos feudales" en la noche del 4 de agosto de 1789 y "definitivamente el régimen feudal", con el decreto del 11 de agosto.

La generalización del término permite a muchos historiadores aplicarlo a las formaciones sociales de todo el territorio europeo occidental, pertenecieran o no al Imperio carolingio. Los partidarios de un uso restringido, argumentando la necesidad de no confundir conceptos como feudo, villae, tenure, o señorío lo limitan tanto en espacio (Francia, Oeste de Alemania y Norte de Italia) como en el tiempo: un "primer feudalismo" o "feudalismo carolingio" desde el siglo VIII hasta el año 1000 y un "feudalismo clásico" desde el año 1000 hasta el 1240, a su vez dividido en dos épocas, la primera, hasta el 1160 (la más descentralizada, en que cada señor de castillo podía considerarse independiente); y la segunda, la propia de la "monarquía feudal"). Habría incluso "feudalismos de importación": la Inglaterra normanda desde 1066 y los estados latinos de oriente creados durante las Cruzadas (siglos XII y XIII).[3]
Otros prefieren hablar de "régimen" o "sistema feudal", para diferenciarlo sutilmente del feudalismo estricto, o de síntesis feudal, para marcar el hecho de que sobreviven en ella rasgos de la antigüedad clásica mezclados con contribuciones germánicas, implicando tanto a instituciones como a elementos productivos, y significó la especificidad del feudalismo europeo occidental como formación económico social frente a otras también feudales, con consecuencias trascendentales en el futuro devenir histórico.[4] Más dificultades hay para el uso del término cuando nos alejamos más: Europa Oriental experimenta un proceso de "feudalización" desde finales de la Edad Media, justo cuando en muchas zonas de Europa Occidental los campesinos se liberan de las formas jurídicas de la servidumbre, de modo que suele hablarse del feudalismo polaco o ruso. El Antiguo Régimen en Europa, el Islam medieval o el Imperio bizantino fueron sociedades urbanas y comerciales, y con un grado de centralización política variable, aunque la explotación del campo se realizaba con relaciones sociales de producción muy similares al feudalismo medieval. Los historiadores que aplican la metodología del materialismo histórico (Marx definió el modo de producción feudal como el estadio intermedio entre el esclavista y el capitalista) no dudan en hablar de "economía feudal" para referirse a ella, aunque también reconocen la necesidad de no aplicar el término a cualquier formación social preindustrial no esclavista, puesto que a lo largo de la historia y de la geografía han existido otros modos de producción también previstos en la modelización marxista, como el modo de producción primitivo de las sociedades poco evolucionadas, homogéneas y con escasa división social -como las de los mismos pueblos germánicos previamente a las invasiones- y el modo de producción asiático o despotismo hidráulico -Egipto faraónico, reinos de la India o Imperio chino- caracterizado por la tributación de las aldeas campesinas a un estado muy centralizado.[5] En lugares aún más lejanos se ha llegado a utilizar el término feudalismo para describir una época. Es el caso de Japón y el denominado feudalismo japonés, dadas las innegables similitudes y paralelismos que la nobleza feudal europea y su mundo tiene con los samuráis y el suyo (véase también shogunato, han y castillo japonés). También se ha llegado a aplicarlo a la situación histórica de los periodos intermedios de la historia de Egipto, en los que, siguiendo un ritmo cíclico milenario, decae el poder central y la vida en las ciudades, la anarquía militar rompe la unidad de las tierras del Nilo, y los templos y señores locales que alcanzan a controlar un espacio de poder gobiernan en él de forma independiente sobre los campesinos obligados al trabajo.
Antecedentes
El sistema feudal europeo tiene sus antecedentes en el siglo V, al caer el Imperio romano. El colapso del Imperio acaeció básicamente por su extensión y la incapacidad del emperador para controlar todas sus provincias, sumado a las cada vez más numerosas incursiones de pueblos bárbaros que atacaban y saqueaban las provincias más retiradas del imperio. Esto provocó que los emperadores necesitaran gente para defender sus grandes terrenos y contrataran caballeros o nobles (precursores del modelo de señor feudal), éstos contrataran vasallos, villanos, etc. Se llegó incluso a contratar a jefes y tropas mercenarias de los mismos pueblos "bárbaros".

A partir del siglo X no queda resto de imperio alguno sobre Europa. La realeza, sin desaparecer, ha perdido todo el poder real y efectivo, y sólo conserva una autoridad sobrenatural remarcada por las leyendas que le atribuyen carácter religioso o de intermediación entre lo divino y lo humano. Así, el rey no gobierna, sino que su autoridad viene, a los ojos del pueblo, de Dios, y es materializado e implementado a través de los pactos de vasallaje con los grandes señores, aunque en realidad son éstos quienes eligen y deponen dinastías y personas. En el plano micro, los pequeños nobles mantienen tribunales feudales que en la práctica compartimentalizan el poder estatal en pequeñas células.
Un nuevo poder
La Iglesia Católica abarcadora de todos los bienes llamados limosnas, conocedora de la fragilidad de los reinos y del poder que ella misma tiene en esa situación, durante los concilios de Charroux y de Puy consagra a los prelados y señores como jefes sociales y sanciona con graves penas la desobediencia de estas normas. Los señores, a partir de ese momento, "reciben el poder de Dios" y deben procurar la paz entre ellos, pacto que deben renovar generación tras generación.

Se conforma así un modelo en el que la "gente armada" adquiere determinados compromisos sobre la base de juramentos y deben proteger el orden creado, y los eclesiásticos que forman la moral social y se encuentran salvaguardados por los señores.
Entorno, tareas y división de la nueva sociedad
El castillo encaramado sobre un alto será la representación del poder y la fuerza. En principio, baluarte que se daban las poblaciones para protegerse de las depredaciones. Luego, hogar del señor y lugar de protección de los vasallos en los conflictos. Desde allí se administra justicia a todos cuantos se encuentran sujetos. En un principio, las personas libres están sometidas a unas mínimas normas de obediencia, defensa mutua y servicios prometidos. Los demás son siervos.

En los países donde la dominación romana duró más tiempo (Italia, Hispania, Provenza), las ciudades se conservan, si bien con menor importancia numérica, pero a salvo de señoríos. En los países, más al norte, donde los romanos se asentaron menos tiempo o con menor intensidad, la reducción de la población en las ciudades llegó a hacer desaparecer los pocos núcleos importantes que había y el feudalismo se implanta con más fuerza.
La sociedad se encuentra entonces con tres órdenes que, según la propia Iglesia, son mandatos de Dios y, por tanto, fronteras sociales que nadie puede cruzar. La primera clase u orden es la de los que sirven a Dios, cuya función es la salvación de todas las almas y que no pueden encomendar su tiempo a otra tarea. La segunda clase es la de los combatientes, aquellos cuya única misión es proteger a la comunidad y conservar la paz. La tercera clase es la de los que laboran, que con su esfuerzo y trabajo deben mantener a las otras dos clases.
 
El vasallaje y el feudo
 

Dos instituciones eran claves para el feudalismo: por un lado el vasallaje como relación jurídico-política entre señor y vasallo, un contrato sinalagmático (es decir, entre iguales, con requisitos por ambas partes) entre señores y vasallos (ambos hombres libres, ambos guerreros, ambos nobles), consistente en el intercambio de apoyos y fidelidades mutuas (dotación de cargos, honores y tierras -el feudo- por el señor al vasallo y compromiso de auxilium et consilium -auxilio o apoyo militar y consejo o apoyo político-), que si no se cumplía o se rompía por cualquiera de las dos partes daba lugar a la felonía, y cuya jerarquía se complicaba de forma piramidal (el vasallo era a su vez señor de vasallos); y por otro lado el feudo como unidad económica y de relaciones sociales de producción, entre el señor del feudo y sus siervos, no un contrato igualitario, sino una imposición violenta justificada ideológicamente como un quid pro quo de protección a cambio de trabajo y sumisión.

Por tanto, la realidad que se enuncia como relaciones feudo-vasalláticas es realmente un término que incluye dos tipos de relación social de naturaleza completamente distinta, aunque los términos que las designan se empleaban en la época (y se siguen empleando) de forma equívoca y con gran confusión terminológica entre ellos:
El vasallaje era un pacto entre dos miembros de la nobleza de distinta categoría. El caballero de menor rango se convertía en vasallo (vassus) del noble más poderoso, que se convertía en su señor (dominus) por medio del Homenaje e Investidura, en una ceremonia ritualizada que tenía lugar en la torre del homenaje del castillo del señor. El homenaje (homage) -del vasallo al señor- consistía en la postración o humillación -habitualmente de rodillas-, el osculum (beso), la inmixtio manum -las manos del vasallo, unidas en posición orante, eran acogidas entre las del señor-, y alguna frase que reconociera haberse convertido en su hombre. Tras el homenaje se producía la investidura -del señor al vasallo-, que representaba la entrega de un feudo (dependiendo de la categoría de vasallo y señor, podía ser un condado, un ducado, una marca, un castillo, una población, o un simple sueldo; o incluso un monasterio si el vasallaje era eclesiástico) a través de un símbolo del territorio o de la alimentación que el señor debe al vasallo -un poco de tierra, de hierba o de grano- y del espaldarazo, en el que el vasallo recibe una espada (y unos golpes con ella en los hombros), o bien un báculo si era religioso.
 
El homenaje y la investidura
 
El homenaje era un ritual por el que un señor concedía un feudo a otro hombre de la clase privilegiada a cambio de unos servicios y prestaciones, generalmente de orden militar.

La figura del Homenaje adquiere mayor relevancia entre los siglos XI al XIII, destinándose la parte más noble del castillo para ello, la torre, y en el ceremonial participaban dos hombres: el vasallo que, arrodillado, destocado y desarmado frente al señor[6] con las manos unidas en prueba de humildad y sometimiento, espera que éste le recoja y lo alce, dándose ambos un reconocimiento mutuo de apoyo y un juramento de fidelidad. El señor le entregará el feudo en pago por sus servicios futuros, que generalmente consistía en bienes inmuebles: Grandes extensiones de terreno, casi siempre de labranza. El juramento y el vasallaje será de por vida.

La entrega del feudo o algún elemento que lo represente constituye la investidura y se realizaba inmediatamente después del homenaje. El régimen jurídico de entrega es, de forma general, un usufructo vitalicio, aunque también podía ser en bienes materiales, pero que con el tiempo se convirtió en una ligazón de familias entre el señor y sus vasallos, pudiendo heredarse el feudo siempre que los herederos renovaran sus votos con el señor. Sin embargo, el señor feudal tenía derecho a revocar el feudo a su vasallo si éste no se comportaba como tal, o demostraba algún signo de deslealtad, como conspirar contra él, no cumplir entregando las tropas de su feudo en caso de guerra, etc., ya que cometía el delito de felonía. A un felón se le consideraba un mal vasallo y una persona de la que desconfiar. En el sistema feudal, la felonía era una terrible mancha de por vida en la reputación de un caballero.
 
La encomienda. La organización del feudo

 
La encomienda, encomendación o patrocinio (patrocinium, commendatio, aunque era habitual utilizar el término commendatio para el acto del homenaje o incluso para toda la institución del vasallaje) eran pactos teóricos entre los campesinos y el señor feudal, que podían también ritualizarse en una ceremonia o -más raramente- dar lugar a un documento. El señor acogía a los campesinos en su feudo, que se organizaba en una reserva señorial que los siervos debían trabajar obligatoriamente (sernas o corveas) y en el conjunto de las pequeños terrenos para explotaciones familiares (o mansos feudales) que se atribuían en el feudo a los campesinos para que pudieran subsistir. Obligación del señor era protegerles si eran atacados, y mantener el orden y la justicia en el feudo. A cambio, el campesino se convertía en su siervo y pasaba a la doble jurisdicción del señor feudal: en los términos utilizados en España en la Baja Edad Media, el señorío territorial, que obligaba al campesino a pagar rentas al noble por el uso de la tierra; y el señorío jurisdiccional, que convertía al señor feudal en gobernante y juez del territorio en el que vivía el campesino, por lo que obtenía rentas feudales de muy distinto origen (impuestos, multas, monopolios, etc.). La distinción entre propiedad y jurisdicción no era en el feudalismo algo claro, pues de hecho el mismo concepto de propiedad era confuso, y la jurisdicción, otorgada por el rey como merced, ponía al señor en disposición de obtener sus rentas. No existieron señoríos jurisdiccionales en los que la totalidad de las parcelas pertenecieran como propiedad al señor, siendo muy generalizadas distintas formas de alodio en los campesinos. En momentos posteriores de despoblamiento y refeudalización, como la crisis del siglo XVII, algunos nobles intentaban que se considerasen despoblados completamente de campesinos un señorío para liberarse de todo tipo de cortapisas y convertirlo en coto redondo reconvertible para otro uso, como el ganadero.[7]
Junto con el feudo, el vasallo recibe los siervos que hay en él, no como propiedad esclavista, pero tampoco en régimen de libertad; puesto que su condición servil les impide abandonarlo y les obliga a trabajar. Las obligaciones del señor del feudo incluyen el mantenimiento del orden, o sea, la jurisdicción civil y criminal (mero e mixto imperio en la terminología jurídica reintroducida con el Derecho Romano en la Baja Edad Media), lo que daba aún mayores oportunidades para obtener el excedente productivo que los campesinos pudieran obtener después de las obligaciones de trabajo -corveas o sernas en la reserva señorial- o del pago de renta -en especie o en dinero, de circulación muy escasa en la Alta Edad Media, pero más generalizada en los últimos siglos medievales, según fue dinamizándose la economía-. Como monopolio señorial solían quedar la explotación de los bosques y la caza, los caminos y puentes, los molinos, las tabernas y tiendas. Todo ello eran más oportunidades de obtener más renta feudal, incluidos derechos tradicionales, como el ius prime noctis o derecho de pernada, que se convirtió en un impuesto por matrimonios, buena muestra de que es en el excedente de donde se extrae la renta feudal de forma extraeconómica (en este caso en la demostración de que una comunidad campesina crece y prospera).
 

Los estamentos sociales

La división en tres órdenes se subdividía a su vez en estamentos compactos y perfectamente delimitados.
En una primera división, se encuentra el grupo de los privilegiados, todos ellos señores, eclesiásticos o caballeros. En la cúspide se hallaba el Rey, después el Alto Clero integrado por arzobispos, obispos y abades y el Bajo Clero formado por los curas y sacerdotes, y por último la nobleza. Es este grupo de privilegiados el que forma los señores y los caballeros, y éstos últimos a su vez podían ser señores de otros caballeros, dependiendo de su poder y de la capacidad de subinfeudar sus tierras. El Alto Clero, además de las tareas que dentro de los tres órdenes le habían sido encomendadas, la guía espiritual y sostener la doctrina moral que mantenía el feudalismo, podían ser a su vez señores y entregar parte de sus bienes para la defensa de su comunidad. Los privilegiados no pagaban impuestos.
Los no privilegiados eran la burguesía, los artesanos, los sirvientes y los campesinos, que se subdividían a su vez en colonos y aldeanos. A éstos correspondía el sometimiento a la tierra y, por tanto, a quien de ella dependiera, trabajándola y entregando una parte de sus frutos al señor, o bien, en el caso de artesanos y burgueses, debían obediencia a quien les garantizaba la defensa de la ciudad y la entrega de bienes o dinero.


Los eclesiásticos

 
Cruz de Calatrava, emblema de la Orden de Calatrava, organización religioso-militar fundada en 1158 en Castilla.
 
El Alto Clero estuvo siempre dominado por el episcopado, cuyos poderes terrenales eran equiparables a los de cualquier señor laico. En un primer momento, los monjes, todos pertenecientes al Bajo Clero, quedaban dentro del ámbito de poder de los obispos; más tarde, serían los abades quienes terminarían por delimitar su autoridad sobre los miembros de las órdenes monásticas, quedando los sacerdotes en el ámbito de la diócesis episcopal.
En las abadías, se fueron perfilando modelos distintos: por un lado, aquéllas que no eran poseedoras de grandes propiedades y que dependían para su supervivencia de las limosnas de los fieles, y de algunos predios entregados por los señores del lugar para garantizar el sustento de la comunidad religiosa. La necesidad de dinero favorece que sea en este instante en el que la figura de la limosna es ensalzada como deber fundamental para el creyente y camino para la salvación del alma.
Otros monasterios poseían extensas propiedades y el abad actuaba como un señor feudal, en algunos casos incluso nombrando caballeros que le protejan o favoreciendo la creación de órdenes religioso-militares de gran poder. Sea como fuere, en éstos el dinero proviene de las rentas que son entregadas por los siervos, generalmente en especie, así como de las aportaciones, muchas de ellas generosas, y a veces interesadas, de otros señores. La necesidad de mantener una buena relación con el abad de un monasterio poderoso favorecerá que otros señores entreguen ofrendas de alto valor y ayuden a la construcción y embellecimiento de iglesias y catedrales que simbolizaban el poder.
El diferente destino de los eclesiásticos venía determinado por su ascendencia social. Se trata del estamento social más abierto, pues cualquier persona libre puede incorporarse al mismo pagando una cantidad de dinero dote. Éste será el elemento que determine dentro del estamento la posición que, efectivamente, va a ocupar cada uno. Los hijos de los señores que se integran dentro de la iglesia aportarán cuantiosas sumas que garantizan, no sólo su supervivencia de por vida, sino un incremento patrimonial notable para el cabildo catedralicio o monasterio en el que se integran, y un rango alto de los donantes dentro del sistema. Son éstos los que ocuparán más tarde los cargos obispales. Por otro lado, los clérigos serán los hijos de los campesinos y, en general, de los no privilegiados, y cuyas funciones, además de las religiosas, estarán limitadas al ora et labora. Esta práctica degeneró en la práctica de compraventa de cargos eclesiásticos llamada simonía.
 

La caballería

Armadura y armas de los caballeros, generalmente aportadas por el señor en la Investidura.
 
La obligación primordial del vasallo era cumplir con los deberes militares, sobre todo la defensa del señor y sus bienes, pero también la defensa del propio feudo y de los siervos que en él se encontraban. Una obligación pareja era aportar una parte mínima de los tributos recaudados al señor para engrandecer sus propiedades. El caballero no tenía en realidad un dueño, ni estaba sometido a poder político alguno, de ahí que se encontrasen caballeros que luchaban en las filas de un rey un día, y al siguiente en las de otro. Su deber real era para con el señor a quien le unía un espíritu de camaradería.
En el siglo IX aún se usaba el término milites para hacer referencia a los caballeros, aunque pronto los idiomas locales fueron gestando términos propios que se agrupaban en "jinetes" o "caballeros". Su importancia fue en aumento al prescindirse cada vez más de la infantería. El caballero debía proveerse de caballo, armadura y armas, y disponer de tiempo de ocio para cumplir su misión.
Aunque abierto al principio, el estamento de los caballeros tendió a cerrarse, convirtiéndose en hereditario. Con el tiempo, los caballeros eran ordenados al terminar la adolescencia por un compañero de armas en una ceremonia sencilla. En este momento ya no importa la fortuna, sino la ascendencia, creándose diferencias notables entre los mismos. Los más pobres disponen de un pequeño terreno, y ocupan su tiempo entre las labores propias del campesino y la guerra. Los más poderosos, que disponen de tierras y fortuna, comenzarán a formar la auténtica nobleza, concentrando poder económico y militar.
 
La caballería en los reinos de Hispania

En los reinos peninsulares, los reyes, siempre necesitados de tropa para enfrentarse a los moros, promueven la caballería entre sus súbditos de modo muy sencillo: Se denominaba caballero aquél capaz de mantener un caballo, cosa para la que se requería una mínima fortuna, pues el caballo no sirve para las tareas del campo. Al cabo de tres o cuatro generaciones, manteniendo un caballo, se adquiría la calidad de hidalgo (hijo de alguien). Ésta es la razón por la que Alonso Quijano, don Quijote, tuviera un caballo flaco: para seguir llamándose hidalgo y el hecho de que quisiera ser armado "caballero", una burla más de Cervantes que entendían quienes, en la época, sabían que hidalgo era más que caballero.
Tener un caballo suponía poder participar en las guerras del rey y, comportándose valientemente, optar a la posibilidad de que el rey le concediera mercedes.
Esta organización, mucho más permeable socialmente, tuvo dos consecuencias: fortalecer el poder real frente a los nobles, puesto que el rey tenía ejércitos sin necesitar su ayuda, y haciendo más fuerte el poder real, hacer más poderoso el país, como así ocurrió. Véanse las guerras civiles entre Pedro I de Castilla y su hermanastro Enrique, cómo el primero se apoya en las ciudades y el segundo en los nobles, pero cambia de bando hacia las ciudades cuando derrota y mata a Pedro.
 
Los no privilegiados

El conjunto de laicos libres que no pertenecen a la reducida categoría caballeresca son los no privilegiados en cuyo trabajo descansa el orden económico del feudalismo.
El más numeroso grupo lo forman los campesinos libres, que trabajan la tierra, generalmente ajena, o pequeñas parcelas propias. Entre éstos sigue habiendo diferencias, según se sea labrador que dispone de una yunta de bueyes o mero peón. En algún caso singular, campesinos libres llegan a poseer grandes extensiones que les permitirán más tarde llegar a la condición de terratenientes y, de ahí, a nobles, pero serán situaciones excepcionales.
En cualquier caso, lo que les distingue como estamento, como siervos, es su situación de dependencia frente a un señor que no han elegido y que tiene sobre ellos el poder de distribuir la tierra, administrar justicia, determinar los tributos, exigirles obligaciones militares de custodia y protección del castillo y los bienes del señor y apropiarse como renta feudal de una parte sustancial del excedente, en trabajo, en especie (porcentajes de la cosecha) o dinero.
 
Leonard Quintero
http://es.wikipedia.org/wiki/Feudalismo


El renacimiento intelectual en la Edad Media

The Conflict of Science and Religion, by Dr. Draper, London 1875
 
A distinción de los anteriores tomos de la biblioteca científica internacional, la nueva obra del Dr. Draper titulada «El conflicto entre la ciencia y la religión»{1} trata de un asunto histórico y literario. Empieza el autor por bosquejar brevemente el estado del pensamiento helénico en la época de Alejandro, las conquistas de este monarca y el efecto que en los griegos produjo un más vasto conocimiento de las teorías extranjeras y una más íntima relación con las naciones del Oriente. Pasa de aquí a dar cuenta del Museo y la Biblioteca de Alejandría, de los descubrimientos científicos que han inmortalizado este emporio del saber y del lujo, de la riqueza y el escepticismo del imperio romano en los primeros siglos de nuestra era. La aparición del cristianismo, la decadencia del imperio, el decaimiento del genio y de la sabiduría son considerados luego en sus causas probables. Pasa luego revista mucho más detenidamente a la historia primitiva del islamismo y al crecimiento del poderío de los sarracenos, consagrando considerable extensión a los progresos del saber arábigo y a la influencia de este en el pensamiento europeo. El renacer de este pensamiento, los inútiles esfuerzos que la Iglesia hizo para conservar su supremacía, el adelanto y difusión graduales de la verdad científica y el actual conflicto de la ilustración con la ortodoxia, [152] suministran materiales para la restante parte de la obra. Basta este imperfecto bosquejo para que midan nuestros lectores la magnitud del asunto, que es virtualmente la historia del pensamiento humano durante veintidós siglos. El Dr. Draper, persona de gran distinción científica y literaria, es muy conocido en ambos lados del Atlántico por varias obras excelentes, y estaba doblemente preparado para el tema que trata por su conocimiento de la naturaleza y de la historia. No sabemos hasta qué punto aumentará su reputación la obra a que nos referimos. No demanda muy detenida lectura ni hondas reflexiones; está escrita en animado e interesante estilo; pero no satisfacen al pensamiento la precipitación y a veces la inoportunidad con que se aborda en ella un asunto tan importante, que merece y acaso requiere la variada instrucción de Buckle, la imparcialiadad de Hallam y la concisa pero clara y majestuosa elocuencia de Gibbon.
No sería justo, sin embargo, culpar al autor por la penosa necesidad que tuvo de dar a su obra las proporciones de un pequeño tomo o negar que aun en los límites que le ha dado, sugiere muchas reflexiones tan nuevas como interesantes. La parte más satisfactoria es la que se refiere al periodo que media entre la ruina del imperio de Occidente y el estallido de la Reforma, período cuya historia, sumamente instructiva por cierto, diríase que ha sido pervertida o equivocada por los escritores más ricos en altos dones y penetración. Ha sido uso muy general el de considerar a la Iglesia durante toda la Edad Media como depositaria del saber, amiga de la civilización y madre de cuanto había de elevado o bello en aquellos tiempos brumosos. Pocos lectores de la magnífica, aunque incompleta historia de Inglaterra, por Macaulay, olvidarán el noble trozo en que con todo el impetuoso ardor y la esplendorosa elocuencia de su estilo sin par, lleva esta extraña teoría a su más alto grado y se esfuerza en demostrar el beneficioso efecto de los monasterios, las peregrinaciones y las cruzadas, frutos que dio la piedad en la Edad Media. Mira con agrado a esa Iglesia que estableció la esclavitud intelectual más abrumadora, que conculcaba constantemente el derecho de los Estados y de los individuos y que otorgaba la corona de la [153] virtud, no al mérito activo y útil, sino a la liberalidad mal dirigida y al degradante ascetismo. La obra que tenemos delante confirma una opinión que por tiempo nos pareció difícil de sostener, la de que la Iglesia, por el contrario, fue a las veces hostil y casi siempre indiferente del modo más culpable al fomento del saber, que Europa hizo bajo su soberanía, escasamente algún progreso en la civilización y que el renacimiento posterior al año 1000 debió su origen a los sarracenas de Asia, de África y sobre todo de Andalucía. Pero como esta desgraciada opinión ni es venerable por su antigüedad, ni ortodoxa merced a un gran número de sostenedores, ni acrece adornada de los esplendores de la elocuencia clásica, se nos perdonará tal vez que nos aventuremos a presentar algunos hechos ciertos y muy conocidos en apoyo de tan extraña y desabrida (unpalatable) teoría.
Si la fuerza de una religión debe medirse, no por el número y prosperidad de aquellos que la enseñan, sino por la fe incuestionable y la ardiente devoción que atesoran, los últimos años del siglo VII deben ser considerados como los que señalan la plena madurez del poder a que supo elevarse el catolicismo. No solamente reinaba sin rival en todos los países que un tiempo estuvieron unidos bajo el cetro de Roma, sino que había logrado la anexión de Irlanda, isla que en otros días separaba del resto de la humanidad un Océano solitario; y de Caledonia, cuyos fieros montañeses habían resistido durante muchas generaciones el ímpetu de las águilas imperiales. La herejía arriana había sido completamente soterrada en Francia, España, Italia y el imperio bizantino. Justiniano había logrado extinguir con piadosa crueldad los últimos restos de la religión y filosofía de los griegos. Durante tres siglos las acumuladas riquezas del mundo antiguo habían sido repartidas con mano pródiga a la Iglesia y sus ministros. Anmiano nos dice que en el reinado de Valentiniano I sobrepujaba en lujo y elegancia la mesa del romano Pontífice a la del mismo emperador. Este monarca se vio en la necesidad de prohibir al clero que recibiera los legados que tan frecuentemente le hacían los santos acaudalados, y particularmente los del bello sexo; sus sucesores con las leyes y ejemplos que [154] dieron, antes alentaron, sin embargo, que reprimieron tan peligrosa esplendidez. Solo en la iglesia de Santa Sofía gastó Justiniano un millón de libras esterlinas al menos: eran de mármol las columnas, y de pórfiro y jaspe, y coronábanlas capiteles de bronce labrado; las paredes y la cúpula estaban incrustadas de riquísimos mosaicos, el santuario contenía en plata cuarenta mil libras de peso, y los vasos para usos del altar eran de oro puro, adornados de las piedras más preciosas. Y no fue esta la muestra única de su piedad, pues levantó veinticinco iglesias en Constantinopla y sus suburbios, llenó de templos y monasterios las provincias, presidió los sínodos, persiguió las herejías y aumentó los privilegios del clero ortodoxo. Sean cuantos fueren los tesoros consagrados que se perdieron a consecuencia de la herejía arriana, se recuperaron con aumento considerable una vez sofocado el cisma. Los reyes godos no tocaron los tesoros del clero católico, y aun en el saqueo de Roma respetó Alarico la vajilla de oro destinada al altar de San Pedro.
No eran el número y organización del clero, así regular como secular, inferiores a su riqueza. En el reinado de Constantino gobernaban mil ochocientos obispos las provincias espirituales del imperio romano; los ministros que ocupaban inferiores grados en la jerarquía no eran menos numerosos, y su disciplina y obediencia eran muy superiores a las que mostraban los servidores del poder civil. Parecen pocos, sin embargo, cuando los comparamos con los que vivían en reclusión; modo de vivir que viniendo de la India, fue muy luego acogido con general favor en todos los países cristianos. Aunque Egipto era el principal hogar de estos ascetas, extendíanse por todo el mundo occidental desde la Siria hasta las Hébridas. Cinco mil habitaban el desierto de Nitria, mil cuatrocientas ocupaban la isla de Tábena en la Tebaida superior y la ciudad de Oxyrinco contenía el asombroso número de veinte mil frailes y diez mil monjas. Las islas rocallosas que se levantan sobre las olas del Mediterráneo, nuestro país y los vecinos, llenos estaban de estos hermanos, de cuya muchedumbre nos da una idea el hecho de que el monasterio de Bongor contuvo una vez más de dos mil adeptos. En la severidad de sus [155] penitencias así como en su número sobrepujaban grandemente los monjes de esa edad a sus degenerados sucesores; los que siguieron a Antonio y a Pacomio se abstenían de alimentarse con carne y consideraban el bañarse como pecaminoso lujo, mientras otros anacoretas llevaban su humildad al extremo de pacer, literalmente, en los campos.
Fue natural consecuencia de tales ventajas del clero, que se hiciera la más influyente clase del mundo cristianó. Un Pontífice sentado en el trono de Roma o de Alejandría armado de truenos espirituales y fuerte en el reverente cariño de una inmensa capital, fue muy a menudo capaz de desafiar al débil sucesor de Constantino. Herejes e idólatras instruyéronse por temerosa experiencia de la acción que ejercía el clero en las leyes de todos los pueblos que comulgaban en la ortodoxia. Los arrianos, nestorianos y jacobitas, los samaritanos de Palestina, los judíos de España y los gentiles de la Alemania septentrional fueron perseguidos con incansable crueldad. Infligió la muerte Carlomagno a los que rehusaban el agua bautismal o se aventuraban a comer carne en Cuaresma, y las leyes de Alfredo castigaban la idolatría con todo el rigor del código mosaico.
La obligación de todo sacerdocio es mirar por la pureza y moralidad de los verdaderos creyentes, de modo que permanezcan puros y sin tacha, y además de tan onerosos deberes, el cuidar de la educación, según nos dice la más alta autoridad, perteneció siempre como jurisdicción especial a la Iglesia católica. Cuando recordamos esto y también el celo, el número, las riquezas, holgura y cuidadosa organización del clero, llénase nuestra fantasía de un espléndido espectáculo de actividad intelectual. Nos pintamos entonces los majestuosos colegios, las innumerables escuelas, las grandes bibliotecas y las bien provistas instituciones, llamadas a velar por la indagación científica y que debieron resultar de tanto genio y tantas riquezas consagradas a la causa del progreso humano. Parécenos ver descubridores que eclipsan las glorias profanas de Alejandría, sabios que publican magníficas ediciones de los clásicos, historiadores y filósofos que enriquecen a la humanidad con el más valioso y permanente de todos los [156] tesoros terrenales. Volvemos la vista a la historia verdadera de esas edades, y la oscuridad se extiende entonces por la tierra. Aparece el clero ansioso de extender su dominio a todas las almas y cuerpos de los hombres, pero no de emplear esta supremacía en pro del bienestar intelectual de las gentes. Gregorio el Grande reprendió enérgicamente a un obispo que tuvo la audacia impía de enseñar la gramática y de estudiar a los poetas latinos, y difícilmente podría presumirse que algunos de sus hermanos sobrepujaran en sabiduría a quien fue Pontífice y santo. Júzguense los progresos que podía hacer con tales maestros el mundo cristiano. Los resultados de la supremacía eclesiástica se entenderán mejor evocando, aunque imperfectamente, el estado general de Europa desde los comienzos del siglo VII hasta la terminación del IX.
Debemos fijar primeramente la atención en el Imperio de Oriente, que era la más antigua, culta y civilizada nación de las cristianas. El vasto territorio que se extendía desde el Adriático hasta el Éufrates, y que formaba la rica herencia de los emperadores bizantinos, dividíase en 64 provincias y adornábase con 935 ciudades. Las victorias de Belisario habían unido a tan bellos dominios la mitad meridional de Italia. Sicilia y casi toda la africana provincia. Merced a los trabajos de Triboniano y sus colegas, un Código, que es incomparablemente el más perfecto que ha trazado el ingenio humano, elaboróse con la masa confusa de la jurisprudencia romana. En el esplendor de su capital, las rentas que anualmente se vertían en el Tesoro y la pompa que ostentaban la corte y la Iglesia, sobrepujó el imperio griego a todos los otros Estados de Europa, y tal vez de Asia. Practicábanse aún con esmero y fortuna las artes útiles.
No podían encubrir, sin embargo, estas glorias, que se marchitaban al crecimiento de una rápida e incurable decadencia. Un gobierno débil, costoso y arbitrario, que despreciaban sus enemigos, que no lograba obtener la confianza de sus aliados, y que era aborrecido por sus súbditos, paralizaba la fuerza de la nación y agotaba los nacionales recursos. Abrumado el comercio por pesadas exacciones, corrompida la administración de justicia, vendíanse los cargos públicos en el mismo [157] palacio, y mientras rapaces favoritos acumulaban riquezas considerables, quedábanse sin sus pagas o sus provisiones los soldados y los marineros. Arrebataban victoriosos invasores una tras otra provincia a imperio que fue un tiempo tan temido. Tres veces pusieron cerco en un siglo a la capital. Coincidían con estos infortunios nacionales decadencia y estancación intelectuales que maravillan. La filosofía, después de atravesar un período de decadencia lleno de tedio, extinguióse violentamente bajo la despótica mojigatería de Justiniano. Mucho antes habían seguido la elocuencia y la poesía de Atenas a su libertad y virtud. Desapareció con Procopio el último historiador griego merecedor de ese nombre. Un estilo arquitectónico magnífico, aunque inculto, floreció con la riqueza del imperio; mas en vano buscaríamos en la tierra de Fidias y de Apeles un escultor o un pintor de mediano mérito. La ciencia, que de todos los ramos del saber es aquel que siente primero la influencia esterilizadora de la tiranía y la superstición, había experimentado el más completo retroceso. Las ridículas fábulas que refiere Procopio, viajero y hombre de estudios, acerca de la Bretaña, muestran del modo más notable la decadencia de los conocimientos geográficos desde la época de Constantino. En opinión de sus contemporáneos, era la tierra un plano oblongo de cuatrocientas jornadas de largo y doscientas de ancho. Aceptaron la idea errónea de un Océano que rodeaba al planeta; negaron que existiera más de una zona templada, y rechazaron piadosamente los bárbaros absurdos de Tolomeo. Pero el colmo de la locura es el del geógrafo Cosmas, quien dice, en un trozo comentado por Mr. Draper, «que el plano de la tierra no es exactamente horizontal, sino que presenta una ligera inclinación al Norte; de aquí que el Éufrates, el Tigris y otros ríos que corren hacia el Sur son rápidos; pero el Nilo, que tiene que correr hacia arriba, tiene por necesidad más lenta corriente.»
Recibe la decadente civilización del imperio griego un esplendor accidental de su contraste con el barbarismo absoluto y no suavizado del Oeste. Las guerras consiguientes a la caída del imperio romano habían terminado. Dominaban los [158] francos a la mayor parte de lo que un tiempo fue denominado Galias; y poseían anglos y sajones las más bellas comarcas de Bretaña. Y sin embargo, no se advierten, a pesar de este estado relativamente pacífico de las cosas, adelantos generales y permanentes hasta los comienzos del siglo XI. El seglar y el clérigo, el magnate y el pechero estaban casi igualmente destituidos del más rudimentario saber. «En casi todos los Concilios, dice Hallam, es la ignorancia del clero un motivo de queja. Consta por uno que se celebró en 992, que escasamente podía encontrarse en la misma Roma quien poseyera las primeras nociones de literatura. Ni uno solo de los mil sacerdotes de España podía escribir a otro en la época de Carlomagno una sencilla carta de felicitación. En Inglaterra, declara Alfredo, que no podía acordarse de un solo sacerdote que al Sur del Támesis, o sea en la parte más civilizada del país, entendiese, cuando él subió al tronó, las oraciones más acostumbradas, o pudiese traducir algo del latín a su lengua nativa. Ni mejoraron las cosas en tiempo de Dunston, cuando, según se dice, no había en todo el clero quien supiese escribir o traducir una carta latina. Sería interesante averiguar cómo celebraban estos doctos hombres el sacrificio de la misa, cómo administraban los sacramentos o seguían sus estudios teológicos cuando tan desconocida era para ellos la lengua de Gerónimo y Ambrosio, de Agustín y Lactancio. Y como quiera que todas las escuelas y bibliotecas estaban entonces adscritas a los monasterios y a las catedrales, y no había centros de instrucción para los seglares, estos eran, si cabe, más ignorantes que el clero. Carlomagno, restaurador del imperio de Occidente, patrono del saber, no sabia escribir; el Papa Silvestre, único filósofo que en su tiempo contaba Italia, era tenido por hechicero entre sus mismos incultos conciudadanos, y el mismo Alfredo traducía con dificultad la instrucción pastoral de San Gregorio. Con tales ejemplos de barbarie, apenas se necesita decir que la literatura de esos tiempos está lamentablemente desprovista de extensión y plenitud, y que caracterizan a sus mejores modelos pobreza de estilo y asunto, falta de crítica y una miserable carencia de pensamiento o expresión originales. Durante este largo período de más de [159] cuatro siglos solo produjo el Occidente, en opinión de Hallam, dos hombres de verdadero genio literario, y es hecho digno de apuntarse que ambos se vieron obligados a buscar en tierras lejanas la cultura desconocida en la propia. El primero de estos, Juan Scoto, el célebre metafísico irlandés, residió por algún tiempo en Grecia, y allí estudió la filosofía oriental: Gerberto, que es el otro, y que fue más tarde el Papa Silvestre II, adquirió en las escuelas de Córdoba ese saber matemático con que adquirió una justa celebridad.
Algunos autores que debían conocer mejor la materia han encarecido desmedidamente la virtud y piedad de esas oscuras edades; pero un ligero conocimiento de la historia hará que el criterio imparcial forme un juicio muy diferente. La práctica de exportar desde aquí esclavos a Irlanda prevaleció hasta el reinado de Enrique II; los venecianos sostenían un lucrativo comercio de seres humanos con los sarracenos, y las leyes prohibitivas de Carlomagno demuestran que los franceses no eran menos culpables en este sentido. ¿Hay por ventura nada más inmoral que los hábitos de perjurio, de guerra intestina, de robar en cuadrilla y aun de vender a viajeros después de arrebatarles cuanto tenían, de reducirlos a esclavitud si no pagaban el rescate? Con frecuencia se quejan los escritores de aquel tiempo de la relajación de costumbres que pervertía a la sazón conventos, monasterios, peregrinos y cruzadas. Las virtudes que excitan más admiración son una veneración infantil de santos y reliquias, la liberalidad en dotar las fundaciones religiosas y una fanática aversión para cuanto no perteneciera a la verdadera Iglesia. «Roberto, rey de Francia,» dice Hallam, «habiendo notado con cuánta frecuencia juraban en falso los hombres sobre las sagradas reliquias, y menos escandalizado por lo visto del crimen que del sacrilegio, decidió que se usara un relicario vacío para que aquellos que lo tocasen pecaran menos de hecho aunque no de intención.» Era costumbre en Tolosa dar una bofetada a un judío en la Pascua de Resurrección, y en Beziers atacar a pedradas las casas de esos desdichados infieles. En época mucho más ilustrada buscó San Luís la salvación de su alma y la de sus antepasados condonando un tercio de deudas que [160] los cristianos tenían que pagar a los judíos, y exhortando a sus amigos del orden seglar a no tratar nunca con paganos y a que en vez de proceder así, los pasaran a cuchillo. Ni puede haber más ridículo ejemplo de superstición que el uso de la ordalía, la cruz y el juicio de Dios para decidir la culpabilidad o la inocencia; costumbres de origen germánico que fueron sancionada constantemente por la Iglesia en tan oscuros tiempos.
Las condiciones físicas de la Europa occidental estaban a la sazón en conformidad con su estado moral e intelectual. Aquellos países, cuyo florecimiento fue tan grande bajo la dominación romana, casi habían caído otra vez en el estado natural; la mayor parte de su superficie estaba cubierta de selvas, navazos y pantanos; y aunque la población era excesivamente reducida, los habitantes padecieron de escasez frecuentemente. Cuarenta y ocho de los setenta y tres años que comprenden los reinados de Hugo Capeto y sus dos sucesores, fueron de hambre, y desde 1015 hasta 1020 todos los países de la Europa occidental carecieron de pan. Refieren los escritores contemporáneos que en esos períodos de hambre comiéronse las madres a sus niños, estos a sus padres y que se puso a la venta carne humana, aunque no sin tratar de que no se supiera. La población de Inglaterra en la época de la conquista no parece que pasaba de un millón y medio de habitantes; en la compilación de Domesday Book, York tenía solamente siete mil, y en el reinado de Esteban no podía Londres gloriarse de tener más de cuarenta mil. Alemania no tuvo ciudades hasta la época de Carlomagno, a no ser algunas romanas en las orillas del Rhin y del Danubio. Los edificios públicos eran, generalmente hablando, insignificantes, y los privados generalmente miserables. Entre nosotros el arte de construir con ladrillos se había olvidado hasta que fue nuevamente introducido en el siglo XIV. Las manufacturas se limitaban estrictamente a las necesidades humanas. Estaba muy extendido el uso del cuero en los trajes. Aun en el reinado de Federico II, los italianos de la clase media desconocían el lujo de cuchillos con mangos de madera y de las velas de sebo. No es necesario detenerse en el estado del comercio, pues lo [161] más esencial de su existencia, el estricto cumplimiento de una ley uniforme, las facilidades para una barata comunicación de géneros y pasajeros y los recursos del capital acumulado faltaban hasta tal punto, que ninguna importancia tenía en la constitución de las naciones.
Cuando comparamos el estado de Europa durante el período que acabamos de mencionar con el magnífico cuadro de riqueza, orden y refinamiento que presentaba aún en los reinados de Diocleciano y Constantino, nos inclinamos naturalmente a indagar cuál fue la causa de tan lamentable cambio. El hecho de que se debilita el espíritu humano y de que adelanta en este mal camino desde la muerte de Augusto y la ruina y desolación que produjeron las conquistas de los bárbaros, son ciertamente las causas directas y principales de ese cambio. Pero a medida que se considera más detenidamente la historia de ese período, notamos con mayor claridad que no bastan esas causas que hemos señalado. Debe afirmarse, en primer lugar, que la esterilidad intelectual que caracteriza al imperio romano en sus postrimerías pudo corregirse con amplia efusión de sangre fresca y vigorosa. La mezcla de las razas grecolatinas, célticas y teutónicas habría producido y produjo, como lo demuestra la historia, una familia de naciones dotadas de capacidad artística, literaria y científica comparable a la que en otros tiempos se encontró en la Hélada y sólo allí. Por otra parte, no resulta que los bárbaros fuesen esos conquistadores crueles y licenciosos que nos han pintado los prejuicios o la fantasía de antiguos escritores. La devastación a que los Hunos se entregaron fue, sin duda, terrible; pero ellos pasaron pronto y el imperio de estos salvajes terminó con la vida de Atila. Hay motivos para creer que muchos excesos fueron cometidos en África por los vándalos y más aún por los bárbaros conquistadores de la Bretaña. Pero los godos que subyugaron a la Galias, a Italia y a España parecen haber sido fervorosos cristianos, rectos y virtuosos en su vida y no desprovistos por completo del conocimiento de la literatura latina ni de veneración por las antigüedades romanas. Ilustran este carácter la conducta de Alarico después de [162] apoderarse de Roma y Atenas y el glorioso y benéfico reinado de Teodorico en Italia. Puso en vigor este ilustrado monarca las leyes romanas, estableció el orden y la seguridad en sus dominios, se esforzó en arraigar una imparcial y universal tolerancia, y además de restaurar los monumentos del imperio, erigió muchas obras grandiosas de común utilidad. Fue sin duda un hombre de talento y virtudes poco comunes; adviértese sin embargo el mismo espíritu de moderación y humanidad con más o menos fuerza en la conducta de otros reyes godos, y Mariana confiesa fue entonces sus compatriotas, fatigados de la opresión romana, encontraron alivio al yugo de los bárbaros. Debe tenerse en cuenta que las autoridades a que podemos acudir para estudiar ese período son casi todas ortodoxas y de quienes no era lícito esperar que hicieran justicia a los arrianos.
De modo que aun reconociendo a esas causas todo lo que les corresponde, no podemos admitir que basten a explicar la noche que envolvió durante cuatro siglos al mundo cristiano. Una tercera causa contribuyó grandemente. Mucho, muchísimo se debe sin duda a la única organización que permaneció en pie e intacta entre las ruinas del imperio y las devastaciones de los bárbaros y a la cual volvían todos las miradas implorando su dirección y que vio caer de rodillas ante sí a los bárbaros; en quien recayó la obligación, y solo tuvo los medios intelectuales y materiales de proteger a sus hijos de los crecientes males de tan desventurados tiempos. Sin embargo, esta Iglesia estuvo quieta durante cuatro siglos, sin hacer ningún esfuerzo colectivo para ahuyentar tantas tinieblas, ocupada constantemente en defender sus prerrogativas y su poder, su riqueza y sus privilegios.
Mientras Europa, después de mil años de supremacía intelectual, hundíase rápidamente en el abismo, una grandiosa revolución sobrevino entre los despreciados bárbaros de la Arabia. Aunque importan grandemente a nuestro intento el carácter, la vida y la enseñanza de Mahoma, es tan vasta la materia que suministran y ha sido tratada tantas veces, que no nos detendremos en ella. Después de largos siglos de errores, después de haber aparecido en la tragedia de [163] Voltaire como un malvado que ocultaba los más atroces planes de ambición y de venganza; bajo una hipócrita máscara de piedad, después de haber sido pintado por Southey como un estúpido y perverso impostor, el profeta árabe ha encontrado por fin una crítica más imparcial y juiciosa. La obra que un clérigo de la Iglesia anglicana acaba de publicar sobre el asunto, es un poderoso ejemplo de este espíritu amplio y tolerante. Nos contentaremos, por nuestra parte, con recordar que ninguna religión fue propagada con más rapidez que el mahometismo, y que tal vez ninguna, después de más de doce siglos de existencia, puede lisonjearse de haber conservado con tanta fortuna su vigor y sencillez primitivos.
Corresponde a los historiadores la narración de las conquistas que dieron al mahometismo en tan corto tiempo un poder tan considerable. Hay sin embargo en esta historia un ramoso incidente que demanda alguna atención. Y es la supuesta destrucción de la Biblioteca de Alejandría. Gibbon ha esforzado mucho los argumentos contrarios a la certeza del hecho a que aludimos. El silencio de los escritores contemporáneos y el avenirse muy mal este proceder con las enseñanzas del islamismo y la probabilidad de que no existiera ya esa biblioteca son los argumentos que invoca. La parte de esta famosa colección que se depositó en el palacio real fue destruida con el edificio en la guerra alejandrina de Cesar, y aunque Antonio la renovó, es dudoso que no tuviera el mismo destino del edificio que desapareció por segunda vez en el reinado de Galieno. El resto, que fue colocado en el Serapion, fue destruido evidentemente por Teófilo, el obispo cristiano de Alejandría, tío de San Cirilo, en el reinado de Teodosio. Es tal la fuerza de la mojigatería, que este rasgo vandálico del prelado es suprimido por casi todos los historiadores, mientras que las más violentas invectivas llueven sobre el desdichado Omar, sobre los árabes y el mahometismo en general, sin más fundamento que una anécdota de muy dudosa certeza. Se dice, sin embargo, que varios escritos mahometanos confirman la versión más generalizada, y si así fuera, su testimonio tendría sin duda una gran importancia. Sigue siendo por tanto una cuestión libre que los árabes destruyeran la [164] biblioteca; pero es indudable que no pudo ser muy grande ni muy valiosa.
La estabilidad del vasto imperio arábigo fue asegurada por medio de colonias, de la alianza con otras sectas y la fusión de la raza dominadora con las de otras naciones. Puesto en íntimo contacto con los países más civilizados del mundo, iniciáronse pronto rápidos progresos en un pueblo tan inteligente e investigador por naturaleza como el árabe. Bajo el califa Abdelmelik se dio un paso que como sucede a todos los adelantos en todos los países y edades, halló resistencia en ciertas gentes fanáticas. Los califas protegen la arquitectura, el orden, la disciplina y vida refinada de las grandes ciudades, contribuyen a pulir y dominar a los rudos hijos del Desierto. No es probable que la afortunada resistencia de Constantinopla ni la victoria de los franceses en Tours habrían detenido el torrente de la invasión arábiga, a tener los muslimes más concordia y unidad internas. La memorable guerra civil que estalló entre los Abbasidas y Omegas, dividió al imperio y moderó la ambición de los sarracenos. Los Abbasidas obtuvieron el dominio piel Asia y el África y fundaron la espléndida capital de Bagdad en un lugar que la experiencia de doce siglos señalaba como asiento natural de los imperios. España consoló al último de los Omegas de la rota y matanza de sus deudos.
La rivalidad de las dos dinastías y el término de las conquistas, hicieron que la actividad del pueblo se convirtiese a más nobles empresas, donde adquirieron gloria y ejercieron una influencia que ha sobrevivido a su imperio y durará más que su religión. Con la misma impetuosidad que habían desplegado en sus empresas militares, aplicáronse los sarracenos al estudio de todos los ramos del saber humano, reales e imaginarios, mezquinos e importantes, abstractos o concretos. En un principio, fueron una raza bárbara apta sola para la guerra; pero en el trascurso de dos siglos, lograron formar el pueblo más adelantado y docto de la Edad Media.
En todo estudio importa averiguar, como indispensable indagación preliminar, lo que anteriormente se ha logrado descubrir acerca de la materia que se examina. Todo lo que de la literatura griega se conservaba, fue ardientemente buscado por [165] los sarracenos; las obras científicas y filosóficas sobre todo, las tradujeron con muy meditados comentarios. Resuélvese, generalmente, de un modo negativo que fueron traducidos los poetas griegos. Al-Mamun, sétimo califa de Bagdad, tuvo agentes encargados de coleccionar los tesoros de la sabiduría griega, en Armenia, Siria y Egipto, y logró del emperador bizantino una biblioteca que contenía el Μεγαλη Ευνταξες de Tolomeo. Hakem II de Córdoba tenía coleccionistas en Egipto, Siria, Irak y Persia. Solicitó de todos los hombres eminentes que le enviaran sus obras, y empleó a otros en escribirlas nuevas sobre ciencias e historia. No había para él regalo más agradable que un libro. Formaron de esta suerte los monarcas sarracenos bibliotecas de tamaño y número sin par. La de Hakem ascendía a 600.000 tomos, de los cuales 44 estaban dedicados al catálogo. Más de 70 bibliotecas públicas fueron establecidas en sus dominios. 100.000 volúmenes contaba la del Cairo y eran ofrecidos con liberalidad a los ciudadanos estudiosos. La afición del soberano comunicóse a los súbditos, y un particular declaraba que tenía bastante con sus libros para cargar 400 camellos.
No atendieron menos los sarracenos a la fundación de escuelas y colegios. Ochenta de estas últimas instituciones adornaban a Córdoba en el reinado de Hakem: en el siglo XV estaban diseminadas cuarenta por la ciudad y vega de Granada. Cerca de cien mil libras esterlinas costó la fundación de un solo colegio en Bagdad. Invertíanse en su sostenimiento cerca de 7.500 libras. Todos los años se educaban allí 6.000 estudiantes. Los príncipes de la casa de Omeya honraron las academias de España con su presencia y sus estudios, y disputaron, no sin éxito, los premios otorgados al saber. Numerosas escuelas dedicadas a la instrucción primaria fueron establecidas por una larga serie de monarcas. Aun en nuestros tiempos y en nuestro país debemos considerar como un alto ejemplo de tolerancia la conducta de Harum-Al-Raschid, que puso un nestoriano a la cabeza del sistema de escuelas que había organizado en todo el imperio. Construyeron los árabes de esta suerte en el trascurso de dos siglos un aparato de adelanto intelectual que hasta entonces no tuvo igual, [166] exceptuando a Alejandría, y que no logró igualar la Iglesia después de dominar, durante más de quinientos años, al pensamiento europeo.
Mientras los sarracenos exploraban de esta suerte las minas del antiguo saber, no descuidaron la formación de una nueva y espléndida literatura, cuyos fragmentos mutilados excitan todavía el respeto y la admiración de los doctos. Resulta de los estudios hechos, que esa literatura fue notable por su riqueza, la multitud de los asuntos que examina y el esmero de un acabado y elegante estilo; cualidades que distinguen sobre todo a los árabes de España, en quienes se elevó al más alto grado el poder intelectual de su raza. Córdoba, Málaga, Almería y Murcia, produjeron más de trescientos autores ellas solas; las mujeres y los ciegos contribuyeron al acrecentamiento de la riqueza literaria del país, y un solo individuo publicó mil y cincuenta tratados sobre asuntos tan extensos y varios como moral, historia, leyes y medicina. Para la utilidad de este breve bosquejo, convendría, sin embargo, dividir en tres clases las creaciones del genio arábigo, según pertenezcan los asuntos al dominio de la filosofía, de la ciencia o de lo que arbitrariamente se llama literatura para distinguirlo de aquellas.
La afición a la más elevada y mística especulación ha caracterizado siempre a los pueblos del Asia. En esa tierra de la contemplación han nacido las seis grandes religiones de la tierra, y aun existen allí en mayor o menor florecimiento todas ellas. No se exceptúan los árabes, y es buena prueba que sus tratados de lógica y metafísica forman una novena parte de la famosa colección que duerme en los sombríos claustros del Escorial. Su maestro fue Aristóteles, y ellos dieron a conocer los escritos del insigne pensador griego al mundo cristiano. Perjudicó ciertamente a los árabes su excesiva veneración al genio del Estagirita. Prefirieron el modesto papel del comentador a los triunfos de la originalidad. De todos modos, los sabios empezaron a introducir en el credo y en la tradición nacionales una crítica y un sentido muy elevados y de esta suerte una manifestación del panteísmo adquirió muy pronto el favor general. En vano buscareis ahora las cátedras [167] de Averroes y sus compañeros; en vano pretenderéis que sus obras dejen de ser privilegiada lectura de los doctos; pero aun así, no hay quien pueda negar que esos pensadores casi olvidados fueron los que iniciaron en la Europa occidental el espíritu de indagación que nos ha traído las bendiciones de la ciencia y de la libertad. Y no sacan solamente los sarracenos del estudio de la literatura arábiga una gran cantidad de conocimientos científicos, pues también alcanzaron de este modo el acertado método que aplicó el famoso Arquímedes a sus admirables estudios. El método experimental descuidado en las escuelas jónicas y atenienses, había sido desarrollado en Alejandría y produjo muchos descubrimientos magníficos. Los sarracenos se dedicaron también ardientemente al cultivo de las matemáticas y la astronomía. La astrología desprestigia en ocasiones a los verdaderos descubrimientos de aquellos sabios que no supieron sustraerse a la inclinación que han tenido siempre las poblaciones del Oriente a esas misteriosas y disparatadas lucubraciones. También señalóse la cultura arábiga por inmortales trabajos y descubrimientos físicos. A pesar de estos grandes adelantos, la química es la única ciencia que debe su creación a los árabes. Consecuencia natural de estos grandes progresos fue el renacimiento del arte médica. Un sistema muy regular de exámenes acredita la superioridad que tenían los árabes a la sazón en el cultivo del saber.
Preocupados estuvieron sin duda los árabes con los serios y austeros trabajos de filosofía y ciencia que tanta gloria les reportaron; mas no fue causa este celo que en el estudio desplegaban para que abandonasen otros ramos más amenos y agradables de la literatura. Ellos cultivaron con extraordinario éxito la elocuencia y la poesía. Los de España particularmente sobresalieron en esta cultura literaria, pues el talento poético extendióse tanto entre ellos, que se encuentra así en los poderosos monarcas de Córdoba y Granada como en sus más humildes vasallos. No era su musa majestuosa y sublime, pues desconocieron el drama y la epopeya; pero tal vez no la hubo nunca más tierna, melancólica y voluptuosa. Estos ramos de la literatura arábiga conservaron constantemente su carácter nativo. Con la poesía debemos clasificar [168] también las innumerables narraciones que nos son conocidas por uno de sus más excelentes modelos: Las mil y una noches. Los historiadores son en esa raza más numerosos que distinguidos. España sola fue la patria de mil y trescientos. Faltos de crítica, excesivamente lisonjeros para con los príncipes más vulgares, penetrados de la más estrecha ortodoxia, no pueden aspirar estos historiadores a más elevado puesto que el de cronistas.
A consecuencia de la actividad intelectual desplegada especialmente en los diversos ramos del saber por los árabes, produjéronse grandes adelantos en esas artes humildes, pero necesarias, que contribuyen tan eficazmente a la felicidad del género humano. El riego, que es tan útil para las tierras, fue practicado con sin igual esmero; muchas plantas exóticas fueron introducidas por ellos en España, y su cría caballar, cuyas excelentes condiciones son muy conocidas, fue naturalizada en África y Andalucía. La pólvora fue usada por ellos dos siglos antes que fuera descubierta por los cristianos, y Casiri ha descubierto muestras de papel de algodón e hilo que ellos usaron en los siglos XI y XII.
Las hojas de Toledo y Damasco, la seda y el algodón de Granada y el cuero de Córdoba y Marruecos, no fueron sobrepujados en la Edad Media. La minería fue cultivada con tanto vigor, que cinco mil excavaciones del período sarracénico se han encontrado en la pequeña provincia de Jaén. Tanto trabajo, tanta actividad, tanto celo, dieron por resultado una riqueza y esplendor tales que nos parecerían fabulosos si no estuvieran probados por numerosos historiadores de aquel tiempo.
Algunos datos respecto al estado de España nos hacen comprender la grandeza de aquel imperio en que España fue no más que una parte. Un censo verificado en el siglo X por Hakem II de Córdoba nos revela que esta ciudad contenía doscientas mil casas, seiscientos templos y novecientos baños. La gran mezquita principal tenía para su sostén mil columnas de mármol, el techo era de madera olorosa, delicadamente tallada, e iluminaban el edificio para las oraciones nocturnas más de dos mil lámparas. Todo lo que podía contribuir a la [169] belleza o comodidad de la capital española, acueductos, fuentes, hospitales, eran liberalmente dispuestos. A tres millas de la ciudad, rodeado de deliciosos jardines, alzábase el magnífico palacio de Zahra, hoy desvanecido cual niebla vaga, pero un tiempo, el más noble monumento de la grandeza arábiga. Ochenta ciudades de primer orden, trescientas de segundo, juraron obediencia al califa de Occidente; asombrosos eran, en suma, el poder y la riqueza de aquellos soberanos. Aun en el siglo XV el reino de Granada, en no mayor territorio que Bélgica, desplegaba la fuerza y el fausto de un poderoso imperio.
Es innegable la inmensa superioridad de los árabes de entonces sobre todas las colectividades vecinas. Ahora nos toca fijarnos en el grado de comunicación que verdaderamente existió entre los sarracenos y las naciones de Europa. Ellos tuvieron en su poder a Sicilia durante dos siglos y mantuvieron en su dominio por setecientos ochenta años una parte considerable de España, aunque la perdieron gradualmente. Amalfi, que fue la primera de las grandes repúblicas mercantiles de Italia, era también la más meridional y próxima a los dominios del mahometano, sosteniendo con ellos un provechoso comercio. Dice Hallam que un escritor del siglo XII compara a Pisa con los judíos, los árabes y otros «monstruos de la mar» que pululaban en ella. Y hablando de Venecia, nos dice Hallam en otra ocasión, que ningún pueblo cristiano mantuvo tan importante comercio con los mahometanos. Parece que los genoveses tenían establecimientos mercantiles en Granada, y que llegaron a celebrar tratados de comercio con sus monarcas, mientras Florencia importaba desde allí grandes cantidades de seda, y de igual modo que otras ciudades de Italia, aprendía de los árabes de España su destreza en ese ramo de la manufactura. El prolongado comercio que así en la paz como en la guerra sostuvieron los españoles y los moros y que tan fértil ha sido para la novela y la poesía, no requiere especial estudio en este artículo, pero no dejaremos de recordar que en los siglos XIII y XIV muchos moros siguieron habitando en Aragón bajo los reyes cristianos. fue menos íntima y duradera la comunicación de los [170] árabes y los provenzales; pero es notorio que no careció de importancia. De suerte que no pudieron los odios nacionales y religiosos impedir la comunicación ni que aprendieran mucho de los árabes los cristianos. De Inglaterra, Francia y Alemania acudía en gran número la juventud estudiosa a las afamadas academias en que sabios profesores enseñaban la lógica de Aristóteles, la geometría de Euclides y los descubrimientos mecánicos de Arquímedes. Brindábase tanta opulencia a la explotación del comercio, y en tiempos de paz, cuando serenados los odios y adormecidas las pasiones, era dable entregarse a los esparcimientos favoritos de aquella época, muchos caballeros de bizarría y denuedo muy notorios, encontraban hospitalaria recepción en la corte de los reyes moros y desplegaban su valor y su destreza en las amigables contiendas que se entablaban alanceando toros o afrontando las variadas e interesantes peripecias de los torneos.
Los historiadores están conformes generalmente en que el siglo X es el último de espesas tinieblas y en que datan de sus últimos años las primeras señales del renacimiento intelectual. Durante los cuatro siglos siguientes notamos un lento pero continuo progreso en la riqueza, el orden y la inteligencia, la importancia creciente de las ciudades, la fundación de de las universidades el desarrollo del arte y el nacimiento de la literatura. Comenzó tan dichoso cambio y adelantó con mayor rapidez en Italia, Provenza y España; países que como hemos visto tuvieron más estrecha comunicación con los diversos emporios del poder sarraceno. En muchos rasgos de esta gran revolución descubre sin duda el observador ingenuo la poderosa influencia que los árabes ejercieron. Extendióse su filosofía desde Sicilia y Andalucía, suscitando numerosas herejías y hallando un favor tal, que la Iglesia se alarmó y se propuso suprimirla por medio de la persecución. La metafísica de Aristóteles triunfó sin embargo de los anatemas, obtuvo asiento firme en las inteligencias ilustradas y fue por último prudentemente adoptada por los mismos que se habían opuesto a su difusión. Los adelantos que iniciaron los árabes en las matemáticas y la medicina, fueron muy pronto aceptados en toda la Europa occidental. Según dice Prescott, [171] recibieron las literaturas de Provenza y Castilla poderoso impulso de los sarracenos. De todas las teorías que se exponen respecto del origen de la arquitectura gótica, no nos parece ninguna más racional que aquella que lo pone en el Oriente. La ojiva y sus rasgos característicos encuéntranse en una mezquita del Cairo construida en el siglo IX. El uso de las ventanas talladas, de los vidrios de colores y de los acabados adornos geométricos es común al arte gótico y al sarraceno. Lo que no sabemos es si nuestro autor tiene razón en derivar el espíritu caballeresco de la España morisca; pero es lo cierto que en esta tierra alcanzó un grado de perfección no igualado en país alguno, y las virtudes que inspira se acompañan del mismo moda con el carácter de un beduino y con el de un cristiano. Atribuye Sismondi a la misma los celos, las ideas del honor y el espíritu de venganza que distinguen a la Europa meridional en los siglos XV y XVI.
Despertóse así la actividad intelectual en toda Europa. Levantáronse los descendientes de los bárbaros como gigantes que acaban de descansar en sueño reparador; demuestran los eclesiásticos un amor al saber desconocido hasta entonces; alégrase la Iglesia y bendice los gloriosos hechos de sus hijos. Pero ¡ay! muy pronto se renueva la contienda del pensamiento libre con la autoridad infalible, de la razón con la fe. No podía suceder otra cosa, pues la Iglesia no ha celebrado, ni pudo celebrar nunca, una sincera alianza con el progreso. Un credo que rechaza el libre ejercicio de la razón y reclama asentimiento para los más patentes absurdos, no podrá jamás estar unido por duradera amistad con ese espíritu de honrada investigación y reflexión valerosa que mejora la condición del género humano. Siempre miró Roma de reojo la fortaleza y audacia crecientes del pensamiento europeo. Dedicaba en cambio toda su energía, toda su influencia, todos sus recursos al fin piadoso y caritativo de exterminar a los mahometanos fuera de sus dominios y en casa, a los herejes. Nada le importaba que cerca de 900.000 personas perecieran en la primera cruzara y cerca de 400.000 en la segunda; nada que toda el Asia occidental experimentara la desolación del fuego y la espada; nada que las gentes embaucadas [172] estuvieran expuestas a todas las tentaciones que podían endurecer o corromper el corazón: impávida ante este espectáculo seguía instando a las naciones de Occidente para que no interrumpieran su loca carrera, hasta que llegó el día en que la razón y la experiencia revelaron la futilidad de sus amenazas y de sus exhortaciones. Organizóse una cruzada contra los albigenses: 15.000, o según dicen otros, 60.000 habitantes perecieron en el saqueo de Beziers; extinguiéronse la literatura y civilización peculiares de la Francia meridional, y el célebre tribunal del Santo Oficio constituyóse para velar por que no renaciera la herejía. Muchos tomos podrían llenarse con el desagradable relato de sucesos parecidos, con los insultos y tormentos inferidos a los judíos en todos los países cristianos, con el asesinato de Huss, que fue quemado prescindiendo para ello sus perseguidores de un salvoconducto, con la conversión forzosa y expulsión posterior de los moriscos de España. Una importante obra podría escribirse sobre un asunto que el autor trata de pasada, la conducta seguida por la Iglesia respecto a toda la ciencia herética; los 6.000 tomos, tesoro del saber oriental, quemados en Salamanca; los 80.000 manuscritos que ardieron en las plazas públicas de Granada; los anatemas fulminados contra el sistema de Copérnico; el tormento de Bruno y la retractación de Galileo.
Cuando estudiamos la historia de este período nos quedamos absortos y maravillados ante la ilimitada influencia, la perseverancia, el ardor que se empleaban en cortar las alas del pensamiento, en paralizar su acción. No es admisible que la Iglesia, que tanto poder tenía para enviar millones de hombres a buscar una muerte penosa en las lejanas tierras del Oriente, tornárase débil e impotente, cuando de cumplir una misión alta y útil se trataba. Por otra parte, cuesta mucho trabajo comprender que efectivamente empleara sus grandes recursos en el adelanto de sus hijos, cuando se advierte que la Europa era tan ignorante y estaba tan atrasada en el siglo X como en el VI. ¿Cómo se explica que los gloriosos esfuerzos de Carlomagno para encender de nuevo la sagrada llama del saber produjeran un resultado permanente tan pequeño y que los trabajos no menos honrosos ciertamente de Alfredo [173] no produjeran ninguno? ¿Por qué necesitaron las naciones occidentales seiscientos años para adquirir una civilización rudimentaria, mientras los árabes, a los dos siglos de abandonar en bárbaras hordas el desierto, se elevaron a un grado de progreso intelectual y prosperidad no muy inferior ciertamente al que han logrado los más florecientes países de la edad en que vivimos? Pocos serán los que estén dispuestos a admitir que los naturales de Asia tengan física o intelectualmente superioridad sobre los europeos; pocos los que admitan que nuestro clima y el de los países vecinos son menos favorables al perfeccionamiento humano que los de España, Egipto y Persia. Bastan estas consideraciones para que sepamos el crédito que debe darse a los que pretenden que en la Edad Media la Iglesia trabajó sin descanso por la difusión del saber, que cada monasterio era un centro de actividad intelectual y que a ella se debe que la civilización renaciera en Europa.
Claro está que en estas observaciones no nos referimos a los individuos, sino a la colectividad. Sabido es que debemos mucho a eclesiásticos ilustres que se afanaron verdaderamente por dar poderoso impulso a la causa de la ilustración, a Nicolás V, que favoreció eficazmente el adelanto de los estudios clásicos, y a León X, que dispensó espléndida protección a las bellas artes. Pero tales excepciones preséntanse naturalmente en toda sociedad que reclute para llenar sus filas los espíritus más doctos y capaces de su tiempo. Sabido es por otra parte que no se distinguían mucho por su piedad hombres como León y Wolsey. Debemos convertir preferentemente nuestras miradas para apreciar las obras de la fe a los hombres que la tuvieron más arraigada, a San Gregorio, Santo Domingo y Torquemada. Debemos hacer a la Iglesia la justicia de que su espíritu ha sido siempre el mismo.
Se ha dado con justicia gran importancia al beneficioso efecto que produjo en la Europa occidental la caída del imperio griego y la consiguiente dispersión de los sabios y los manuscritos. Lícito nos será, sin embargo, declarar, que si el pensamiento europeo no hubiera estado en disposición de recibir estas preciosas reliquias, no habrían podido despertará un [174] mundo dormido algunos libros y algunos sabios. Todo nos revela en aquel tiempo el cariño y alto aprecio con que miraban los italianos la literatura helénica, y estos sentimientos evidencian perfectamente la cultura y el adelanto a que habían llegado ya. La sabiduría griega extendióse por todos los países, si no con gran rapidez, con una seguridad y un éxito al menos que forman un grato contraste con el espectáculo que en anteriores tiempos nos ofrece la historia. El primer impulso de importancia, cuyas señales empiezan a notarse en el siglo XI y cuya eficacia se advierte ya en los siguientes, debió proceder de otro origen que se encuentra, según creemos nosotros, en la civilización arábiga. No conocemos ninguna teoría que pueda apoyarse en tantos testimonios históricos ni que esté tan de acuerdo en el curso de los acontecimientos en la Edad Media.
Algunos manuscritos, algunas ruinas que se desmoronan: he aquí todo lo que se conserva del imperio arábigo. Quedó roto, tiempo ha, el cetro de los califas, sus mismos sepulcros han desaparecido, y ciudades que rigieron durante siglos, han olvidado ya la raza y el nombre de los sarracenos. En los hermosos valles de Sicilia y Andalucía, pululan los bandidos y los contrabandistas: divídense las costas septentrionales del África en algunos pequeños y casi bárbaros Estados: las ricas llanuras del Tigris muéstranse faltas de cultivo, y el poder, la riqueza y la magnificencia que en otro tiempo ostentaron, pertenecen al número de las cosas que fueron y ya no son. Sin embargo, la imperecedera gloria de la grandeza intelectual, refleja todavía su esplendor sobre los arruinados palacios de Bagdad y de Granada, y cuando desaparezcan por completo las pasiones excitadas por el conflicto religioso, la admiración que ahora se prodiga a los incultos monjes y a los rudos guerreros de una edad bárbara, será dispensada más sabiamente a los muníficos príncipes y doctos varones a quienes debe la humanidad la conservación y el renacimiento del saber en uno de los períodos más críticos de la historia.
 
Leonard Quintero
http://www.filosofia.org/hem/dep/rco/0030151.htm


LOS VIAJES Y EL RENACIMIENTO DE LA VIDA URBANA

 
El viaje se encontraba adormecido en la Europa de la Temprana Edad Media, por las causas anteriormente mencionadas. El hecho fundamental que marca un quiebre con aquella etapa es el renacimiento de la vida urbana, fundamentado en el nuevo desarrollo comercial. La Europa fragmentada permanece a causa del triunfo del sistema feudal de producción, lo que produjo como consecuencia que los viajes fuesen una cuestión dificultosa e incómoda. La infraestructura de la época también conspiraba contra la fluidez de las comunicaciones. Por lo tanto, los viajes resultan una cuestión penosa y que se emprender únicamente por necesidad.
Fue el nuevo desarrollo de las ciudades el que permitió que se produjera un renacimiento de los viajes, ligados íntimamente al desarrollo progresivo del comercio y a la aparición de la burguesía como nuevo actor dentro de la sociedad medieval. Los centros urbanos adquieren importancia nuevamente, el comercio se revitaliza, los intercambios humanos se dinamizan. Comienzan a desarrollarse grandes potencias marítimas, como Venecia y Génova, producto directo de los avances comerciales. Los mercaderes surcan las rutas terrestres y marítimas, ofreciendo sus productos en distintos mercados. Es así que los viajes acaban por acercar nuevamente a las distintas sociedades, las cuales habían permanecido en un sentimiento casi de aislamiento durante siglos.
La religión es una fuerza profunda que mueve al hombre colectivamente a realizar viajes circulares. "La religión ha sido la novela o el poema por el cuál el espíritu y el corazón del hombre se han alimentado para resolver el enigma cada vez más obsesionante a medida que la conciencia se desarrolla, de una existencia tan limitada en el espacio, tan breve en la duración, a menudo tan atormentada y tan precaria". Durante esta etapa, las peregrinaciones continúan no sólo teniendo jerarquía en cuanto al viaje en sí. En verdad, su importancia va en aumento, tanto por el crecimiento de lugares de culto, como por los beneficios económicos que este tipo de viaje comenzó a dejar en muchos de los lugares de destino. En el siglo XI, fue ampliándose y extendiéndose un movimiento socialmente heterogéneo: el peregrinaje desde Europa Occidental hacia Jerusalén. Anteriormente ya se organizaban y realizaban viajes hacia allí, pero es durante este siglo cuando comienzan a adquirir mayor importancia. Dicho tipo de viaje hacia la "ciudad santa" desempeñó un papel inmediato en lo que fue la preparación de las cruzadas, facilitando al papado la formulación de un programa que sirviese a los intereses de los feudales europeos y que lograra unir a todos los estamentos sociales bajo una bandera en común, en pos de un objetivo común. El origen nacional y social de aquellos que emprendían el viaje era heterogéneo, participando miembros de todas las clases sociales y de todos los países de Occidente. También tomaban parte de las peregrinaciones a Jerusalén altos dignatarios del clero católico, como los obispos italianos, franceses, alemanes, ingleses y hasta suecos (en 1086, el obispo Roskild).
La peregrinación a Jerusalén fue un movimiento que facilitó al papado la formulación del programa de las cruzadas. Precisamente, la razón inmediata que alegaron los cronistas occidentales como justificación de la cruzada fueron las presuntas persecuciones contra los cristianos llevadas a cabo por los selyúcidas. Se afirmaba que los paganos profanaban los santuarios cristianos y se mostraban hostiles hacia los peregrinos que visitasen Jerusalén. De este modo, los peregrinos habrían sido víctimas de estos gobernantes, dificultándoseles el acceso a Jerusalén, siendo estas construcciones y narraciones históricas la causa directa del inicio del "peregrinaje armado" que Occidente inició a fines del siglo XI.

La creación del reino de Jerusalén y del resto de los estados latinos de Oriente provocó un impacto notorio en Occidente. Las cruzadas tuvieron consecuencias en el marco de los viajes circulares entre Occidente y Oriente, favoreciéndose el intercambio de bienes, ideas y personas entre ambos mundos. Hacia principios del siglo XII, una buena cantidad de aventureros y mercaderes comenzaron a fluir entre Occidente y Oriente. El viaje es vehículo de ideas y por lo tanto contribuye al cambio cultural. El cerrado mundo de Occidente nuevamente se encontró en contacto fluido con otras tierras, y tanto el mundo bizantino como el musulmán ejercieron una influencia sobre los espíritus europeos, por lo cuál estos no tardaron en verse alcanzados por nuevas formas de vida.
Los estados cruzados se caracterizaron por su población flotante. Anualmente, en la primavera (en vísperas de Pascua) y a fin de verano, desembarcaban en los puertos de Siria y Palestina las naves propiedad de los mercaderes de Venecia, Pisa, Amalfi y Marsella, con los contingentes de peregrinos occidentales. Los peregrinos provenían de Francia meridional, Italia, Alemania y Flandes, y cada uno de ellos llevaba una cruz roja o de otro color cosida en su hombro.
No obstante, estos peregrinos presentan matices para considerarlos a todos viajeros religiosos en sentido estricto. Es más, en su abrumadora mayoría, llegaban a los Santos Lugares con distintas mercancías con el fin de comerciarlas ventajosamente en los estados latinos de Oriente, cubrir los gastos del viaje, y regresar hacia Occidente llevando bienes para revender en sus países de origen. El ansia de riqueza era nuevamente el impulsor fundamental del viaje a Oriente. Junto a ellos, viajaban otros individuos que eran, ellos sí, los peregrinos cuya motivación principal era la visita a Jerusalén, para cumplir con los ritos de orar en la iglesia del Santo Sepulcro y bañarse en el río Jordán.
Respecto a la composición social del peregrino, participaban como tales miembros de distintas clases sociales, aunque se observa una buena cantidad de mendigos, pobres y delincuentes. También realizaban viajes hacia Jerusalén miembros del clero y de la aristocracia señorial, aunque con finalidades distintas. Pero el viaje nunca fue por estos tiempos una cuestión placentera, menos aún el que se llevaba a cabo hacia destinos lejanos. En realidad, resultaba un hecho penoso, y muchos de los peregrinos campesinos murieron antes de lograr llegar a destino; otros, por su parte, se vieron obligados a solicitar limosna para sobrevivir: algunos de ellos lograron mejorar su situación personal precisamente a partir de la realización sistemática de esta actividad. Por su parte, los delincuentes encontraban en el viaje de peregrinación el modo de huir del castigo que les esperaba por sus ilícitos. La Iglesia católica, además, en ocasiones conmutaba la pena de muerte por la peregrinación piadosa a Jerusalén.
No debe soslayarse tampoco el papel jugado por las órdenes religioso-militares. Si bien su surgimiento respondió al fortalecimiento de la situación política interna y externa de los estados cruzados, dichas órdenes religioso-militares, como los Hospitalarios, también tuvieron su participación en los viajes y contribuyeron a su realización, a partir de una serie de actividades que incluían el transporte, la hospitalidad, etc., para con los viajeros, de acuerdo a la clase social a la que se perteneciera. Las clases pudientes de las repúblicas de Italia del Norte obtuvieron de los jefes cruzados diversos privilegios en las ciudades conquistadas de Siria y Palestina, particularmente la concesión de determinados barrios en las ciudades portuarias en donde los mercaderes tenían alojamiento, su propio mercado, iglesia, baño y panadería: así, los barrios de los comerciantes italianos eran zonas autónomas en los estados cruzados.

Si se hace referencia a las causas que motivaban a la realización de la peregrinación, hay que decir que aquellas habrá que estudiarlas de acuerdo a la clase social a la que pertenezca el individuo-viajero o el grupo de individuos-viajero. El sentimiento puramente religioso no alcanza para explicar dicho fenómeno social. Afirmar que el sentimiento que movía a los viajes era solamente encontrarse en la tierra en donde había vivido y predicado Cristo, hallarse frente a las reliquias y ponerse en contacto místico con Dios, representa, sin dudas, una explicación limitada; pues no ahonda en los verdaderos motivos del viaje peregrinatorio. Los móviles religiosos tenían su relevancia, aunque existían causas más profundas y directas, de tipo mundano, que inducían a emprender viaje.
A los feudales los impulsaba a viajar la posibilidad de adquirir riquezas y objetos que no podían encontrarse en otro lugar que no fuese en el Oriente. Jerusalén, además de ciudad santa, era un importante centro comercial en donde podían adquirirse aquellos bienes tan deseados por los grandes señores.
El campesino y el pobre, en cambio, tenían otro tipo de motivación para viajar. La causa más profunda que los inducía a desplazarse era la propia opresión de que eran víctimas a manos de los feudales. El feudalismo –a lo que se sumaban las constantes malas cosechas, la mortandad de animales y el hambre- provocaba una legítima protesta que encontraba distintos modos de manifestarse. Así, puede observarse que el campesinado encontraba en rebeliones, motines y protestas el modo de rebelarse frente a su ruinosa situación. El campesino viajaba hacia Oriente dispuesto a mejorar su situación y a obtener el perdón divino por los "crímenes" que pudiesen haber sido cometidos en su país. El sentimiento religioso se haya estrechamente unido a la situación física en que se encontraban las clases bajas. Sin embargo, las peregrinaciones hacia Jerusalén no ofrecían una solución totalmente satisfactoria para las necesidades y expectativas de los pobres, por lo que no debe creerse que el viaje hacia el oriente fuese una cuestión masiva. El camino era emprendido por centenares de individuos, siendo raras las ocasiones en que las personas que viajaran fuesen miles.
Las causas que impulsaban a los altos dignatarios religiosos también hay que encontrarlas más allá del puro sentimiento piadoso. Uno de los principales objetivos que perseguían los reformadores eclesiásticos de la época era una elevación en la reputación de la Iglesia, por lo que el peregrinaje significó la posibilidad concreta de enaltecer el prestigio de la Iglesia frente a los fieles.
Las peregrinaciones a Jerusalén constituyen un viaje que se da entre dos mundos distintos: el Oriente y el Occidente. El otro tipo de viaje religioso característico del período es aquel que se produce totalmente dentro del ámbito europeo occidental: el viaje desde un país determinado hasta un centro de peregrinación ubicado tanto dentro del mismo país de origen del viajero, como dentro de otro estado europeo.
El viaje religioso de carácter masivo, acabó por lograr que se produjera un floreciente culto de reliquias y sitios de peregrinaje, lo que generó un hecho interesante: distintas ciudades que declaraban ser depositarias de los verdaderos despojos mortales de un mismo mártir. Tres distintas iglesias francesas declaraban poseer el cuerpo completo de María Magdalena, mientras que cinco iglesias francesas juraban tener la única reliquia auténtica de la circuncisión de Jesús. Se produjo entonces una situación análoga a la que sucede hoy en día con los destinos turísticos modernos que compiten entre sí para captar contingentes de turistas; los beneficios obtenidos por el peregrinaje se hacían presentes dentro de las poblaciones de destino, y es así que se buscaba afanosamente captar la atención devota del individuo.
Pero las reliquias no sólo permanecían inmóviles a la espera de los visitantes. También, ellas mismas realizaban viajes circulares: se las hacía viajar para recoger limosnas, las cuales eran destinadas a la construcción o al embellecimiento de las iglesias. Por este motivo, por ejemplo, las reliquias de San Lobo –arzobispo de Sens- viajaron por toda Francia recolectando dádivas.

La peregrinación y sus caminos eran vehículos de influencias que contribuían al cambio cultural de las sociedades de acogida o de las que se encontraban en el camino. Respecto a Italia, por ejemplo, Mâle ilustró el papel que desempeñó el camino de las peregrinaciones que, cruzando la península itálica desde un extremo a otro, llevaba a los romeros franceses –los Romieux- hacia los santuarios de Roma, de San Miguel en el Monte Gargano, de San Nicolás de Bari y, por último, a Bríndisi, puerto donde se embarcaban para Jerusalén. La influencia francesa en Italia tuvo como medio de penetración al viaje, manifestándose a partir del siglo XI, y penetrando en la región septentrional: Piamonte, Lombardía, Emilia y Toscana, y en el reino de Nápoles. Es muy significativo el hecho de que el camino al que se hace mención recibía el nombre de Strata francigena o Vía francesa. Pero no sólo en Italia se observó este fenómeno. Del mismo modo, el camino que corría desde Francia a Galicia hacia Santiago de Compostela fue la entrada de la influencia francesa en España, y fue precisamente por este motivo que dicha ruta recibió el nombre de Camino Francés.
Entre las muchas consecuencias económicas y sociales que esto produjo, es de destacar las que produjeron dentro de los servicios de hospedaje: el desarrollo de las posadas dentro de los núcleos urbanos. Estos, son utilizados casi exclusivamente por ellos; pues las dificultades del viaje impiden que el individuo emprenda largos viajes por otras motivaciones no comerciales, excluyendo de estas a las religiosas.
No obstante, independientemente que algunos emprendiesen viajes comerciales o de otro tipo, hasta el desarrollo de la cruzada la mayor parte de la población de Occidente llevaba a cabo una vida sedentaria, profundamente arraigada al entorno habitual de residencia e ignorante de otras tierras y culturas. Tampoco se manifestaba la necesidad del viaje, pues el propio sistema político-económico generaba que las masas se mantuvieran casi inmóviles en un determinado lugar. "Nadie sabía qué comenzaba más allá del bosque o la colina, más allá del mar casi desconocido. La ignorancia había poblado la lejanía de misterios, y la imaginación se prestaba a recibir las más absurdas noticias acerca de lo que constituía el mundo remoto". De este modo, aún hay que esperar para que el conocimiento sobre otras tierras alcance al occidental medio, y en él aparezca esta necesidad. El resto del mundo se conocía a partir de los relatos que hicieran quiénes habían viajado, desatando la imaginación de los oyentes. Dentro de los grandes viajeros individuales del siglo XII, a dos judíos: Petahyah de Ratisbona y Benjamín de Tudela, los cuales escribieron en hebreo valiosas narraciones tanto de Europa como por el Cercano Oriente. Los relatos de los peregrinos que volvían de Jerusalén y Constantinopla no hacían sino desenvolver la fantasía sobre el esplendor oriental, el lujo de las clases ricas bizantinas y árabes, y sobre todas las maravilla orientales los juglares componían sus poemas que difundían por los castillos.

Para finalizar el estudio de este apartado, se hará un breve comentario de una institución social que cobrará auge en el período inmediatamente posterior: la feria. Las ferias son antiguas instituciones cuyos orígenes se remontan hasta sociedades anteriores al renacimiento del siglo XI. Puede decirse que son como ciudades efímeras u ocasionales; y fue el desarrollo económico y comercial europeo lo que contribuyó en gran medida al desarrollo de las ferias en Occidente. La afluencia de individuos hacia ellas fue alcanzando una importancia cada vez mayor, tanto de quiénes llegaban desde los alrededores, como de los que arribaban de las ciudades cercanas y, también, desde algunos puntos más lejanos. Visitantes, compradores y mercaderes comenzaron por estos tiempos a darse cita en éstas verdaderas ciudades móviles, lo cual sirvió de preludio para que las llegadas sean aún mayores durante la Baja Edad Media.
 
Leonard Quintero
http://www.eumed.net/libros/2010a/646/VIAJES%20Y%20EL%20RENACIMIENTO%20DE%20LA%20VIDA%20URBANA.htm